La fístula es consecuencia del bloqueo de la salida de alguna de las glándulas anales, de modo que primero se forma un abceso que acaba por romper la piel de la zona perianal estableciendo una conexión anómala con la superficie interna del canal anal y a través de la cual se puede legar a producir la salida de heces. No causan dolor, salvo en casos en que el abceso que la origina es recurrente, pero sí irritación o picor a causa del pus que exudan.
La detección del abceso previo a la aparición de la fístula y su drenaje podría evitar al menos la mitad de los casos. En todo caso, hay que evitar la infección del abceso, ya que podría causar una enfermedad sistémica.
El diagnóstico se efectúa mediante la exploración de la región perianal, aunque no siempre es posible ver la apertura. A veces el examen visual no es suficiente para establecer el diagnóstico de una fístula y es necesario realizarla mediante un anoscopio, lo que requiere anestesia local.
El tratamiento pasa por descartar la existencia de una infección, lo que implicaría la administración de antibióticos antes de cualquier otro tipo de intervención. En cualquier caso, el tratamiento dependerá del lugar donde se encuentre la fístula. Una de las opciones es mantenerla abierta mediante un dispositivo de látex para que drene el pus. También se puede practicar una ligera incisión para abrirla y limpiarla, con el fin de que cicatrice de forma progresiva desde la parte interior hacia el exterior. No obstante esta técnica está contraindicada en aquellas fístulas que atraviesan el esfínter, ya que podría causar incontinencia fecal.
En la actualidad se realiza un tratamiento consistente en llenar la fístula con una sustancia llamada fibrina, que es biodegradable, sellándola completamente.